domingo, 15 de agosto de 2010

Había Una Vez...









El hombre que se ha perdido a sí mismo


Giovanni Papini



1



Nunca he tenido pasión por los bailes o por los disfraces, y no sé cómo dije que sí al señor Secco, que me invitó a una fiesta que daba la última noche de carnaval. La única razón, creo, fue ésta: que todos teníamos que ir vestidos con un dominó blanco y un antifaz negro y bailar sin hablar. Para ver lo que sería, fui.

¡Qué noche tan extravagante fue aquella! ¿Quién era el hombre y quién era la mujer? Encima de cada cara había un antifaz de raso, negro; sobre cada cuerpo, un holgado ropón blanco, Bailaban, creo, incluso hombres con hombres y mujeres con mujeres, y nadie hablaba. A determinada hora terminaron los bailes y todos aquellos embozados, silenciosos, comenzaron a vagar por las habitaciones alfombradas sin hacer ruido ni siquiera con los zapatos, e iban del brazo, o solos, o en grupos, sin orden, sin saber qué hacer. Aquel silencio bajo las grandes luces tranquilas de aquella multitud blanca y negra era más pavoroso que una misa de difuntos.

A mí, no acostumbrado a aquella ceremonia de saltar en pareja, el calor y la fatiga me habían producido dolor de cabeza, de manera que estaba cubierto por un sudorcillo helado y temblaba como si tuviera fiebre. Notaba una confusión, una debilidad tal, que si hubiese tenido fuerza me habría escapado en seguida. Me parecía que la sangre bajara poco a poco del cerebro, que las piernas se doblaran; sentía una opresión angustiosa alrededor del estómago y de la espalda. Estaba a punto de desmayarme, imagino, cuando, levantados los ojos para buscar la salida más próxima, se me puso delante un grandísimo espejo que iba desde el suelo hasta el techo, y tan ancho que cubría media pared. En este espejo se veían reflejados todos aquellos mascarones blancos y negros que vagaban por allí y me entraron ganas -estúpidas ganas infantiles- de mirarme, de ver qué tal estaba metido por primera vez en aquel desmañado vestido.

Miro..., remiro..., busco..., contemplo el espejo..., me asusto. Pero ¿dónde estoy, Dios mío? ¿Quién soy? ¿Cuál es mi cuerpo entre todos estos cuerpos iguales? ¡Yo ya no estoy! ¡Todos iguales, todos de la misma manera! ¿No seré capaz de encontrarme?

Estoy con la cara hacia el espejo..., pero hay otros que la tienen también en la misma dirección. Yo soy alto, pero casi todos son tan altos como yo. Me muevo para reconocerme, ¡pero casi todos se mueven a mi alrededor!

¿Dónde estoy yo, pues, entre todos ellos? ¿Dónde está mi yo entre toda esta gente extraña y silenciosa? Todos blancos con las caras negras... Yo también, como los demás..., todos iguales, todos Pero ¡yo me quiero a mí! ¡Quiero buscarme! ¡Quiero sentirme a mí mismo! ¡Verme con los demás, pero diferente, destacado de los demás! ¡Quiero verme, ser yo! Me he perdido; me he perdido a mí mismo... ¿Dónde estoy? ¡Búsquenme, encuéntrenme!...

Mientras así me afanaba se me nublaron los ojos, sentí que caía al suelo, y desde entonces, en bastante tiempo, ni supe ni vi nada más.

2



Cuando recomencé a ver y a hablar era el tercer día de Cuaresma. Me encontré en un corredor largo y blanco, metido dentro de una cama de hierro negro, en medio de varias camas negras iguales a la mía, y de las sábanas iguales y blancas asomaban rostros blancos y amarillos como el mío. También allí me busqué: al sentirme murmurar acudió un doctor vestido de blanco que me miró con curiosidad y me preguntó qué me pasaba. Le dije, en pocas palabras, que me había perdido a mí mismo en una fiesta y que quería encontrarme lo más pronto posible. El doctor, como es costumbre de esas bestias presuntuosas, sonrió cortésmente, me recomendó que estuviera tranquilo y me dijo que me contentaría. Sin embargo, sabía perfectamente que no había creído una palabra de cuanto le había dicho y, dentro de mí, comencé a pensar en la manera de salir de aquellas sábanas blancas y de aquella cama negra.

Al día siguiente vinieron otros doctores y, todos de acuerdo, dijeron que estaba fuera de mí. Era verdad, pero no como lo entendían ellos. Me había perdido a mí mismo, no la razón. Esta razón no era la mía, porque la mía la había perdido junto a mí mismo, pero era una razón y, por tanto, no estaba loco. Tanto es así, que entendía lo que decían y respondía, sin equivocarme, a sus preguntas. Pero de nada me sirvió con aquellos bobos obstinados.

¿Y entonces? Pensé escapar y, dicho y hecho, después de dos días de aquel sufrimiento, a la hora en que venía la gente de fuera para ver a los enfermos, me confundí con otros y salí a una plazoleta soleada que reconocí en seguida. La primera cosa que hice fue ir a casa de aquel señor Secco, que me había invitado a la fiesta, esperando que me encontraría allí, en aquella habitación. Llego, doy un tirón de la campanilla, y viene a abrirme un muchacho que no me quería conocer. Le di un empujón y pasé. El señor Secco estaba tumbado en una mesa y dormitaba, pero se despertó al oír ruido, saltó, agarró un bastón que tenía siempre cerca y, en cuanto me reconoció, me hizo un montón de caricias, se congratuló conmigo por el peligro de que había escapado, me dio de beber y escuchó muy serio mi narración. El señor Secco no es un doctor y por eso no dudó de lo que me había ocurrido. Es más, me acompañó por toda la casa para convencerme de que yo no me había quedado allí la noche de la fiesta. Así, pues, ¡me había perdido en algún otro sitio!


¿Quién podía saberlo? Pregunté al señor Secco los nombres de todos los que habían ido a su baile y él me dio la lista sin hacerse rogar. ¡Qué amable y servicial estaba aquel día! Del señor Secco nunca he tenido ocasión de quejarme, ni entonces ni después.

Salí de su casa un poco consolado, pero no contento. ¿Dónde podía haber ido a parar? Me acordé de aquel alemán -de Pedro Schlemil- que había vendido su sombra y la iba buscando por el mundo. Pero él no había perdido casi nada comparado conmigo, que había perdido el alma, el cuerpo, ¡todo!

Vagué por la ciudad hasta la noche, y miraba a la cara de todos los que encontraba para reconocerme, y todos me miraban mal, y nadie era yo.


Fui a casa de aquellos que habían estado conmigo en aquella maldita fiesta de las máscaras blancas. Pero uno estaba fuera; otro no me dejó entrar; el tercero me trató mal; el cuarto quería llamar a la Policía para que volvieran a llevarme al hospital; el quinto me dio la dirección de un médico; el sexto me aconsejó el uso del agua fría; el séptimo me hizo un gran recibimiento, pero no quiso ni oír hablar de mi pena; el octavo negó que hubiera estado en el baile; el noveno admitió que había estado, pero no se acordaba de nada; el décimo estaba enfermo y no hizo otra cosa que desahogarse conmigo sobre la inutilidad de los purgantes; el undécimo se acordaba perfectamente de la fiesta y me dijo que estaba en la sala cuando vio caer como muerta a una máscara, pero no sabía otra cosa sino que aquel desvanecido no era él; el duodécimo palideció cuando le hablé del baile y sacó la bolsa ofreciéndome dinero; el decimotercero...

¡Qué importa el decimotercero! Fueron todas visitas inútiles y palabras perdidas. Y cuando, por la noche, volvía hacia casa, me desesperaba y preguntaba continuamente en voz baja: ¿Dónde estoy? ¿Qué haré para reencontrarme?

3

¡Cuánto me busqué también los demás días! Entré en cien cafés; pasé las noches en diez teatros; tomé parte en demostraciones políticas; asistía a los sermones de Cuaresma; me hice invitar a comidas y recepciones; fui a las clases de la Universidad; me mezclé con la gente de los paseos; pasé horas enteras en la ventana, o quieto en la acera junto a una esquina; miré y escruté miles y miles de caras, seguí a miles y miles de hombres, siempre con la esperanza de reencontrarme y la desesperación de no reconocerme.



Se me ocurrió imprimir unos manifiestos con la descripción exacta de cómo era antes de perderme, y aquello sí que fue grande. Al cabo de un día que los avisos estaban en las paredes, me atraparon tres o cuatro tipos que decían: «¡Es éste, es éste!» Y así gritando me llevaron a mi casa. Golpearon la puerta, tocaron el timbre, llamaron, pero nadie respondió. Yo no tenía ni familia, ni criada, y en casa no había nadie. Al fin, indignados, me dejaron.

-¡Maldito tú y quien te busca!

-Pero ¡qué buscar! Esta es una burla de algún señor extravagante. ¡Los hombres no se pierden como los perros!

Estábamos ya casi al final de la Cuaresma y todavía no tenía ningún indicio de mí, y cada hora que pasaba era una esperanza menos. Sentía que viviendo de aquella manera, con aquel deseo, con aquella congoja, me volvería loco de verdad, y no veía la manera de salir de todo eso. Pasaba el día mirando y espiando a la gente, y los ojos me salían de la cara a fuerza de mirar; me había crecido la barba; me había vuelto seco, amarillo, espantoso. Cuando pasaba por delante de un espejo, volvía los ojos a otra parte para no verme. Me daba cuenta de que los hombres, las mujeres, y especialmente los niños, se reían a mis espaldas, y alguna vez incluso a la cara. Muchos caballeros me preguntaban, con aire piadoso, si me encontraba mal. Una vez, una viejecita me regaló algunas pastillas, elogiándolas mucho.

Pero no estaba enfermo, no. ¡Me quería a mí mismo! ¿Qué había de malo en ello? Todos los hombres quieren estar bien. Cada uno se posee a sí mismo: nadie puede ser privado de sí mismo. ¿Por qué aquella imposible, inaudita desgracia me había sucedido precisamente a mí?


¿Qué había hecho para merecerla? ¿Acaso porque había ido a aquella estúpida fiesta? ¿Y los otros, entonces? También ellos habían ido, y habían vuelto a su casa con su cuerpo y su alma, ¡y ahora se reían a mi costa! Sin embargo, tenía que haber un medio para poner remedio a tal desgracia. Quien no muere se encuentra. Se encuentra un bolso ajado, ¿y no se encontraría un hombre? ¿Qué hace el Ayuntamiento que no se ocupa de estos casos? Y el Estado, ¿no es responsable de todos los ciudadanos?

Movido por esos y parecidos pensamientos, fui una mañana al caserón del Municipio, subí al despacho del Registro Civil y pregunté a un empleado en dónde se encontraba en aquel momento Fulano de Tal, es decir, yo mismo, el yo que había perdido.


El empleado me pidió dinero, y, después de haber buscado un poco, me dijo mi dirección, ¡la dirección de mi casa! Intenté entonces explicarle que aquella había sido, en efecto, la casa de aquella persona, pero que desde hacía algún tiempo se había perdido y que precisamente por eso preguntaba en dónde podría encontrarla. Aquel ignorante no quiso o no supo entenderme; me dijo que no era posible que uno se perdiera a sí mismo y que, de todos modos, él no sabía nada más. Le contesté que la cosa era tan posible que me había sucedido precisamente a mí, y que él, como funcionario del Municipio, tenía el deber de saber dónde se encontraban todos los habitantes de la ciudad, del primero al último. No hubo manera: él empezó a gritar, yo a chillar. Llegaron sus compañeros y me echaron de allí por las malas.

Cuando estuve en los porches del palacio me dejaron, y yo, en lugar de escapar, empecé a pasear arriba y abajo, furioso, esperando a que saliera alguien que pudiera darme razón. Paseando de esta manera, a lo largo de la pared, me llamó la atención un gran cartel que tenía escrito arriba: Objetos perdidos encontrados. Me estremecí, y me puse a leerlo con cuidado: siete llaves, una cartera con tres letras, una aguja de plata, dos pares de gafas, una Divina Comedia, un bolso de señora, cinco paraguas, un dominó blanco con máscara negra...

...Sentí un escalofrío por la espalda. ¿Mi dominó? Era un indicio, ¡el primer indicio! Corrí al despacho donde guardan todas las cosas encontradas y pedí mi dominó. Di todos los detalles que me solicitaron: me enseñaron mi vestido blanco. Estaba un poco sucio por una parte, pero lo reconocí: ¡era el mío! Lo había encontrado un muchacho, el primer día de Cuaresma, por la mañana temprano, en la calle donde vivía el señor Secco. Todo contento lo lié, me metí el antifaz en el bolsillo y salí corriendo hacia casa.

¿Por qué estaba tan contento? Sin embargo, aquel maldito saco blanco había sido el motivo principal de mi desgracia y, en aquel momento, no podía verdaderamente ayudarme a encontrarme a mí mismo.

Pero, como empujado por un anhelo sin tazón, apenas llegué a casa, me lo puse nerviosamente, me coloqué la máscara sobre la cara y corrí ante un gran espejo antiguo, en el que había pintadas, hacia los ángulos, algunas descoloridas flores sentimentales.

Me miré... ¡Heme aquí! ¡Era yo! ¡Soy yo! Me había encontrado. Era yo, en persona. Yo solo. No había otros hombres a mi alrededor. El vestido blanco era mío y sentía que dentro de él estaba mi cuerpo; la máscara negra era la mía y cubría de verdad mí rostro. Me reconocí. Había vuelto. Me había atrapado a mí mismo. Reí y lloré de gozo. Me acaricié.

Pero desde aquel día no he tenido el valor de desnudarme, y estoy siempre en casa, solo, vestido con mi dominó blanco, con mi máscara negra sobre la cara, para estar seguro de no perderme nunca más...

FIN

Palabras y sangre, 1912

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